1-Sobre la “perturbadora sensación de no poder abandonar el punto de partida, de estar partiendo (y partido) constantemente implica lidiar cada día con dificultades idénticas como si fueran totalmente nuevas, lo cual es más terrible si se tiene en cuenta que vengo luchando contra ellas desde que era niño, ese niño indefenso que fui” (42). En el paréntesis, al partido, agrego: hay que tomar partido mejor, ya que estamos.
Ante lo idéntico, la diferencia la constituye el escribir. El hecho de tomar partido “súbitamente me senté a escribir”, nos dice el narrador unas páginas atrás, no imagina ninguna partida, nada que puede venir más que de lo que está haciendo. Por supuesto, es la certeza del verdadero viaje intertemporal, ya-Nadie en juego más que lo inédito. Ningún lector dado, premeditado, en esta cantada costumbre de leer a los sucesores de Borges.
El escribir inventa un presente, no hay otra hazaña que hacerlo, pero nadie va reconocer que este acto es una hazaña, ni siquiera el que lo hace, solo es una diferencia. La diferencia entre hacerlo o no, fuera ya de la dimensión mítica del parricida. Ningún sentido/destino gozado, en su exclusión, con la abundancia de la partícula ex: un extranjero en el mundo de las letras, recién llegado, expatriado, extra, extra…
2-Funambulismo sin botas
Tal vez hay un tono trágico en varios pasajes, como si lo inevitable fuera un destino ya escrito, como lo cifrado en el oráculo en las tragedias de Sófocles. Me detendré en uno:
“Me juego la vida para trasformar el presente, quiero hacer del presente algo distinto, pero ¿qué? (…) Me la voy a jugar a lo bonzo, kamikaze japonés con su artefacto listo, un artefacto sin medida, sin espesor, un artefacto desbordante, ajeno a cualquier clasificación” (87). Pero no nos dejemos engañar por este tono, porque el mismo relato suspende el jugarse por el jugar, es diletante. Viajando a través de la novela, salteando, haciéndole trampa a una cretina linealidad impuesta por la pedagogía argentina, yendo a la página cuarenta, se puede afirmar que: mejor es jugar que jugarse. No hay otro juego para alterar el tiempo del inmolarse que el de escribir sin llegar a ninguna parte, o mejor, para llegar a Nada, ya que Macedonio es el antecesor de Borges y Quaranta es macedoniano. Antes de demostrarlo seguiré en la misma página que puede tocar a alguien sensible, identificándose a la desesperación de esa voz narrativa.
Se trata de la imagen del funámbulo, pero aquí, sin la potencia del artista en la cuerda, que no necesita de nada más que quedarse o saber saltar a tiempo, para no caer, precisamente. Hay un vuelco dramático porque se impone que no hay más tiempo y falta un acto en esta supuesta “última oportunidad” y “si fallo, la boca dentada que hasta ahora se abría detrás de mí dará un paso adelante y cuando me tenga exactamente a disposición la cerrará como lo haría una víbora preñada con su presa agonizante”. Por supuesto, sabemos que después de Beckett, ¿qué importa quién habla?, y es en el círculo del moi que los hechos se convierten en dramas irresolubles, por el desconocimiento del sujeto, efecto de una trama, más que dueño o víctima de un destino. Ejemplos: “yo, la presa”, “yo, el único”, “mi destino”, y para rematar: el yo identificado a un gran Otro: un caer, luego de hacer funambulismo “con las botas puestas, como el más valiente general prusiano…”.
Pero todo esto no tendrá importancia para el sujeto de la escritura, diletante, ese que se detiene en un punto, el de partida y no prosigue, es decir que sigue con sus piruetas, y no se juega, solo juega con esas cuerdas, la escritura, los pies sobre el hilo del funámbulo descalzo, mejor sin el peso de ningún Otro, fugado del tiempo destinado en esa novela inconclusa que ya puede formar parte de la vida de quien ha entrado a su partida.
Sergio Milet, primer adelanto, Córdoba, un 9 de febrero.