Ciudad de Córdoba; 16 de marzo de 2023
Algo se está urdiendo en las inmediaciones de la Plaza de la Intendencia. Una brisa en forma de hombre lleva consigo una invitación poco usual: exiliarse de esta ciudad sin abandonarla.
Minutos atrás hice de la oportunidad diagonal de esta plaza un atajo para acortar camino y honrar la puntualidad que merecen los primeros episodios. Esto sin sospechar -al igual que quienes la nomenclaron- que en un rincón cercano se enunciaría una ciudad analítica cuya existencia dependerá de que quienes la habitan asuman su lugar en la vorágine.
Hésperis le regaló a las ascuas de los cigarrillos de quienes aguardan en la puerta una visibilidad que el sol en su celo no admite. La noche disfruta ser paulatina en su arribo, la inminencia que le es inherente se lo permite. La estridencia de los colores paga el precio de este deleite, sus nombres inmutables ya no signan el andar transeúnte y la sombra creciente le transfiere el protagonismo callejero a las luces de mercurio. Ireneo no habría podido entender que el gris con el que me topé allí fuera el mismo que el del mediodía.
Aguardé con timidez en la vereda, me limité a esperar que las personas del otro lado de la reja conecten su mirada con la mía, supusieran que mi razón era la suya y me abrieran la puerta. Una vez adentro, procuré ocupar un lugar discreto que me permitiera observar al disertante sin demasiados esfuerzos. La comisión de este escueto cometido me permitió observar el contraste que ofrecía la inesperada incandescencia del recinto respecto del exterior. Aunque el acostumbramiento me exigió unos segundos, la comodidad fue el resultado, no me esperaba la comodidad que me brindó aquella candidez.
En esos minutos de preparación, arribé fortuitamente a otra observación, mi izquierda, la derecha de otros, estaba escoltada por un espacio cuadrado sin luz que conducía hacia lo que presumí era un subsuelo. Me pregunté fugazmente por las escaleras que condujeran hacia allí -no las encontraba con la mirada-, por las actividades que se realizaran allí abajo y por el posible nombre del oscuro agujero del que estuvimos siempre a la vera. Quizá cierto secreto también sea necesario.
La brisa en forma de hombre se adueñó de un instante, tomó la palabra y empezó a construir el laberinto. Me habían advertido el carácter tortuoso que tendría el recorrido, no me alertaron lo divertido que sería.
Va y viene. Va y viene. Mientras camina, se tropieza constantemente, para placer de quienes asistimos, con las ideas que soltó en algún momento y a las que prometió volver. Estamos frente a la busca de un discurso que entabla una relación jocosa con sus palabras, que en su entonación enfatiza -sin pretenderlo- la importancia de prescindir del confort intelectual que nos impide deshacernos en la pasión que despierta aquello por lo que alzamos la voz. Es que este lugar enunciativo no habilita la transmisión del sentir, ciñe las posibilidades a la inerte información sin arriesgarse a asumir una posición sin patria y sin hogar, casi que pareciera temerle a la risa, a la complicidad y al brillo ocular que implica compartir un discurso.
Dudo que las narices de quienes expenden reconocimientos y certificados hayan percibido la fragancia que se esparció con suavidad a cuatrocientos cincuenta metros del Palacio de Justicia. Dudo que su olfato captara la presencia de una brisa en forma de hombre sentado enunciando que en estas mismas calles late la posibilidad de la contingencia, de la otra cosa, del tacto con la máscara. Este ser asevera que en el centro de esta ciudad pulsa un deseo que puede irrumpir en medio de un discurso, de un drama, que no elige entre lo singular y lo colectivo.
Qué vano sería emprender la enumeración cronológica y conceptual de lo acaecido en el evento. Qué despropósito, qué irresponsabilidad, sería encomendar mis esfuerzos a recuperar cada palabra dicha, cada sentido evocado. Primero porque su exhaustividad escapa a mis talentos; segundo porque dudo que la cita textual sea la vía por la cual haya que rendirle honor a la generosidad de las brisas.
No me percaté de la cantidad de tiempo que transcurrió allí dentro, sé que perdí esa noción por la sorpresa que me significó el anuncio de la finalización del encuentro.
Abandoné con sigilo aquel sitio acalorado por el regocijo de estar recibiendo una invitación al silencio, a la astucia y a un exilio exento de huida oyendo un susurro imperceptible para la inercia general con la que funciona el universo.
Evité repetir la ruta por la que había venido, no fuera cosa que se despertaran sospechas por un muchacho cuyo andar fuese tan diferente entre la ida y la vuelta.
No recuerdo el momento de la exposición en que empezaron a quemarme las ganas de escribir, pensé que hallaría sosiego cuando estuviera terminando estas palabras. No lamento informarles que no es así, todo indica que la cosa en cuestión me promete arder aún más.
Francisco Larrambebere