Miserere. Germán García de primera.
.
Juan Manuel Conforte
.
.
.
Me gustaría comenzar esta reseña diciendo: “Miserere, la primera novela de Germán García…” etc. Es que la nueva última novela de Germán García vuelve, hasta cierto punto, a los temas que ya se habían desplegado en Nanina y Cancha Rayada. El nuevo García arremete contra el viejo García. Miserere vuelve, o mejor, retorna; se repite, sencillamente porque lo nuevo se repite, o como dijera él mismo en algún ensayo repitiendo a Lacan que repite a Kierkegaard “la repetición quiere lo nuevo”. Una nueva novela de iniciación, o una nueva iniciación a la novela, donde lo que importa es, además de narrar, “jugar con las palabras”. Narrar sabiendo que Miserere es el pedido de piedad del salmo 51 (David, el infiel, pide piedad a Dios por su pecado) pero también, por esas derivas de las palabras, proviene del árabe donde indica el grito de dolor del cólico de apendicitis o peritonitis. Deseo, arrepentimiento y dolor, límites a los que el lenguaje no puede acercarse sin trastocarse. Pero eso no es lo único: Miserere también es una palabra en la que mi-ser-erra. Otro juego. Miserere es la famosa plaza de once donde el tren, el subte, los colectivos llevan y traen destinos sin personas. En ese lugar se da la transformación. Mi-ser-erra se convierte en un ser que no encaja en los destinos: las luchas políticas que definirán los años posteriores del país (70’s); los amores, que parecen desplazarse en un camino iniciático sin cruce o pase al otro lado. Es decir el objetivo es narrar sí, pero sabiendo que el lenguaje no es la vía referencial por donde se vehiculizan los significados, sino que solo hay lenguaje en tanto una necesaria necedad se sostiene saltando entre las palabras. Así, Miserere es la novela del descarrío y el personaje la oveja negra que no encaja en el tren de la historia. Pero no estamos frente a una oda al outsider; García nos enfrenta, entre otras cosas, a las tensiones que las derivas producen en lo que parece una inevitable dirección. Por ello puede meterse de lleno en problemas netamente actuales para tensionar lo que Silvia Schwarböck nombró en su libro Los Espantos, como “el salón literario” de la postdictadura, abordando un anterior. Es decir no se trata de delatar demonios sino de conjurar otros. Y si, como dice León Rozitchner, nuestra democracia no nace del deseo sino del espanto de la
dictadura, Germán García construye una ficción de la pre-dictadura donde el deseo es consumido por el goce de ciertos ideales. Allí, un descarriado se inicia en el amor, allí la historia cumple su conocido destino. En este contexto no es un detalle menor la editorial que aloja la primer vieja novela de García. La editorial Mansalva tiene la particularidad de no justificar los márgenes de los textos en la página (¡ja! habría que leer la frase anterior varias veces para comprender el divino detalle del editor), con lo cual la escritura de Germán García no se encorseta en una prosa rígida y evidente. El libro no es tanto un continente como una isla rodeada de “accidentes” en su roce constante con el mar. El arte de novelar se convierte así en el arte de no-velar ni por el sentido (del lenguaje, de la historia, del amor) ni por las formas; se trata en última instancia, de aprehender algo sobre el dolor, algo sobre el amor y algo sobre el lenguaje; esos accidentes parecidos a fiordos, golfos, penínsulas, archipiélagos y acantilados.
.
.